Al final del partido del Barça contra el Copenhague del pasado 2 de noviembre, las televisiones trasmitieron unas imágenes donde se apreciaba una discusión entre Solbakken, técnico noruego del Copenhague, y Josep Guardiola, en dirección a los vestuarios. Se les veía irritados, enzarzados en una acalorada disputa. De repente aparece Busquets que, en ademán de separarlos, entra en el plano y se interpone entre ellos, protegiendo a Guardiola y desplazando ligeramente al entrenador noruego que le reprueba su actitud con un gesto hostil. Ante estas imágenes estoy seguro que los seguidores del Barça aplauden la actitud de Busquets y justifican la contundencia verbal de Guardiola contra el noruego, al mismo tiempo que los seguidores del Copenhague consideran violento a Busquets y agresivo a Guardiola con Solbakken. Como decía Epícteto, filósofo del siglo I, lo que turba a las personas no son las cosas, sino las opiniones que se hacen de ellas. Con la visita de Papa pasa algo parecido.
Personalmente, la visita de Papa me deja frío. Siempre me ha parecido que el papel de la Iglesia católica, y de otras muchas, monoteístas o no, han dejado mucho que desear y han ofrecido pocas respuestas útiles a los viejos y nuevos problemas de la humanidad. Tampoco estoy de acuerdo, como he citado en más de una ocasión en este blog, con la ortodoxia vaticana o con el posicionamiento de la Conferencia Episcopal Española en temas como el aborto, la homosexualidad o la marginación de la mujer dentro de la jerarquía eclesiástica, así como su posicionamiento político en temas de Estado. No obstante, he respetado las diferentes creencias religiosas y entiendo a los que aplauden el viaje del Papa a Barcelona y también a los que se oponen a él.
Hay mucho que hablar sobre un tema que, como este, no se acaba aquí. Aún así, me parece a mí que ser creyente en sociedades como la nuestra es más “difícil” que no serlo. Y digo esto porque nuestro modelo de organización, nuestra sociedad, fundamentada en la innovación, el cambio tecnológico continuo y la adaptación a las nuevas realidades económicas, nos exige autonomía, creatividad, reinterpretarnos continuamente, espíritu critico y, racionalidad, marginando la sumisión y cuestionando la obediencia ciega. Algo que contradice la propia esencia de los credos religiosos.
También sabemos que las creencias, todo tipo de creencias, para imponerse requieren y necesitan del poder, porque es su garante, asegura la cohesión y legitiman la autoridad ante una comunidad que les siga y apoye. Si cristalizan bien esas creencias dan paso a organizaciones fuertes y complejas, jerárquicas, algunas milenarias, otras no, que reproducen el poder perpetuando su estatus. Unos se acabarán llamando iglesias, otros estados y otros clubs de futbol, o partidos políticos, elijan o no a sus dirigentes. El poder siempre está detrás de las organizaciones y en la Iglesia católica no es una excepción. Esto, en los tiempos que vivimos, irrita sobremanera, por muy bondadoso que sea el ideario o los fines que persigue.