Los últimos acontecimientos en el escenario económico internacional nos vuelven a manifestar que el capitalismo y su quintaesencia, el neoliberalismo económico, resisten como nunca y se refuerzan en un bucle de apoyo sistemático. Sabemos que la economía de mercado es la menos mala de todas las experimentadas hasta el momento. Tiene grandes cuotas de eficiencia, pero a partir de un cierto umbral de integración. Estimula el crecimiento económico, pero castiga al que no sigue sus reglas de juego. Favorece el intercambio de bienes y mercaderías en una economía monetarizada, pero condena a poner un precio a todo, o casi todo lo imaginable. Aumenta la riqueza, pero también condena a la pobreza a millones de personas, donde todo se mide y todo es susceptible de comprarse o venderse.
El tiempo se ha convertido en una mercadería más, buena parte del factor trabajo humano, o los desempleados, el famoso ejército de reserva en términos de Karl Marx, cada vez son más prescindibles.
En la presente centuria, el neoliberalismo resiste con sus principios clásicos de libre mercado, competencia concurrencial y movilidad de factores, pero renovándose en un nuevo argumentario: ahora –aunque sólo coyunturalmente, no lo olvidemos–, es bueno que el Estado intervenga y resuelva los grandes problemas macroeconómicos, pero sin dejar de seguir haciendo el trabajo sucio: ampliando la edad de jubilación, flexibilizando los mercados de trabajo, endeudándose para mantener a desempleados y clases pasivas, o proponiendo que se elimine el salario mínimo interprofesional. En definitiva, el noelibralismo empuja para convertir al Estado en una especie de gran barrendero, aquel que se encarga de mantener limpias las calles de cualquier tipo de interferencias. Debemos exigir que la propuesta neoliberal de convertir al Estado en un gran barrendero debe modificarse radicalmente para que el Estado no sea el barrendero sinó el árbitro. Si no es así, el mercado se lo acabará comiendo todo. Sabemos que lo que es bueno para el mercado, no siempre es bueno para la sociedad, o para el propio individuo. Las emisiones de Co2 en la producción industrial o en el transporte es un ejemplo, el propio consumo hipertrofiado de las personas, o el hábito de fumar, otros ejemplos.
El neoliberalismo opera con la falsa creencia que los recursos son ilimitados y las externalidades de la actividad económica reducidas y asumibles, pero ni una cosa ni otra son ciertas.
Hay que ir muy al tanto con la nueva cruzada del neoliberalismo. Desde aquí no abogo por eliminar la economía de mercado sinó por humanizarla. No todo es dinero, ni todo puede comprarse o venderse. Por otro lado, no se trata de tener más Estado del que ya tenemos, sinó de tener el mejor Estado posible, porque las personas, por encima de ser actores económicos o consumidores, somos ciudadanos, y por lo tanto trascendemos al mero hecho económico al que nos quiere reducir y condenar el neoliberalismo. No lo olvidemos.