Si fuese creyente diría que el demonio vuelve a ganar otra batalla. Si fuese un poeta que la oscuridad de la noche se apodera de la luz del día. Si fuese un ciudadano común perjuraría por los descosidos. Y si, además, estuviese en una situación económica delicada, estoy seguro que el desánimo y la desconfianza se convertirían en crónicos, y se apoderarían de mí para siempre. La corrupción política nos hace mal a todos, a ciudadanos, a políticos y no políticos, a partidos, a empresarios y al propio sistema.
No hay que insistir más en que la clase política es un reflejo de la propia sociedad, o que la maldad, enmascarada en miles de disfraces, acecha para asaltar a la menos de cambio, engañando a propios y extraños, a amigos y enemigos, a familiares y vecinos. Tampoco es preciso repetir que la ocasión hace al ladrón, o que, por fortuna, las democracias avanzadas, como la nuestra, se han dotado de sistemas de controles eficaces para que aquel que la hace, lo acabe pagando. No es necesario decir lo que ya sabemos, pero sí que el mal que genera la corrupción política, prácticamente, tiene un crecimiento geométrico. La desconfianza que provoca se multiplica exponencialmente y se incrusta en el imaginario colectivo. El resultado es que aumenta la desafección ciudadana, el desengaño hacia la clase política, hacia los partidos hacia personas que, como yo, nos dedicamos a la gestión de los intereses comunes.
Me avergüenza ver por la televisión o leer en los periódicos lo que tenemos que ver y leer. Como ciudadano me repugna los usos y abusos de aquellos que han gozado del máximo bien que puede poseer una persona: la absoluta confianza que te brindan los que te envuelven con la esperanza de que mires por todos, por la colectividad. Éticament, la traición es el delito más repugnante que puede cometer una persona.
Ahora, en estos días, las páginas irán llenas de reflexiones que pondrán en la picota a los partidos, a los políticos, a todos aquellos que se dedican a la cosa pública. Todos pagaremos por lo que, presuntamente, han cometido una minoría. Inevitablemente, tendremos que purgar la mirada desconfiada de nuestros vecinos, de nuestros colaboradores, y debemos entender que esa mirada es el reflejo de lo que ven y leen. Muchos se atreverán a cuestionar la democracia con proclamas populistas, otros intentarán sembrar la duda entre la ciudadanía, y muchos alargaran las noticias para vender más diarios, o ganar en río revuelto.
La corrupción política nos hace mal a todos. Por mucho que digamos que sólo una minoría son los conductores que se saltan el semáforo en rojo, no evitaremos la mirada desconfiada hacia todos los conductores.
En estos momentos, nuestra obligación es transmitir tranquilidad y serenidad a la vez que instar a todos los sistemas de control para que sean implacables con aquellos que han roto el vínculo más sagrado que une a las personas: la confianza y que, además, delinquen con un absoluto desprecio hacia la colectividad. La Justicia debe ser implacable con todos ellos.