dijous, 23 de juliol del 2009

El valor de la cultura (y 2)

En el artículo anterior hablaba de que aplicar estrictos criterios financiaros para valorar la viabilidad de los productos culturales es perverso y provoca externalidades negativas. Me extenderá ahora en esta idea.
¿Podemos aplicar el estricto criterio financiero para la construcción o no y mantenimiento de un centro cultural? Veamos un ejemplo. Pongamos el caso del complejo Montcada Aqua. Como sabemos, cuenta con una fabulosa biblioteca y estamos acabando de construir un funcional teatro. Yo considero que si utilizásemos el criterio de la racionalidad financiera estos equipamientos no se construirían nunca –porque son caros construirlos y caros mantenerlos– y, por tanto, nunca podríamos ofrecer a la ciudadanía estos servicios. Ante esta ausencia, deberíamos salir de la ciudad para proveernos de ellos, y convertiríamos ciudades como la nuestra en dormitorios o grandes supermercados. Por decirlo de forma muy resumida, los que pierden en todos estos casos son las personas con menos recursos, las más modestas, las que, por decirlo de una forma sencilla, no tienen en su casa una buena biblioteca de libros, hábitos culturales arraigados o vehículo y recursos para desplazarse fuera de la ciudad y proveerse de ellos.
Lo diré de forma mucho más contundente, si aplicamos el criterio financiero, nunca hubiese existido una ley de normalización lingüista del catalán. Y todo el mundo considera que es bueno que exista y es bueno que se exija su conocimiento para proteger una lengua minoritaria y en desventaja como es el catalán, el gallego o el euskera. Yo creo que no todo se resume en el balance económico de resultados. El amor por la cultura, por su protección y promoción en el amplio sentido de la palabra, la sensibilidad de disfrutar de una lectura o una obra de teatro, o la satisfacción de ver a nuestros hijos e hijas concentrados ante un libro en una buena biblioteca pública nos debe enorgullecer a todos.
La cultura nos interesa, nos importa y debemos seguir invirtiendo en ella, aunque sea deficitaria. Los máximos destinatarios, los únicos destinatarios, somos nosotros mismos. Cuando en algún pleno municipal he oído críticas de que el ayuntamiento se gasta mucho dinero en equipamientos culturales, en el fondo me provoca una gran satisfacción, a la vez que lamento que esas voces sean insensibles a la necesidad de seguir haciéndelo así. En alguna ocasión también he oído decir que celebrar elecciones cada dos por tres –elecciones municipales, autonómicas, estatales o europeas– es un gasto espectacular. Yo respondo que la democracia es una inversión y es cara, financieramente hablando, y que lo barato es la dictadura porque te ahorras todo eso.
Un último consejo: desconfiemos de aquellos que ante un equipamiento cultural ya sea una biblioteca, teatro, auditorio o ante un espectáculo público critican que se están malgastado dinero.
Como decía al principio, invertir en cultura no es un gasto, es una inversión. La cultura es un valor en si mismo y debemos procurar proveerla, y ponerla al alcance de todos. Todo el mundo tiene derecho al acceso a la cultura, al conocimiento y a los servicios y equipamientos culturales necesarios para su desarrollo personal. La cultura debe ser accesible, si no recordemos qué pasaba cuando no ha sido así.